La pintura de Arlindo Silva a través de instantâneas

Por Julio César Abad Vidal


Fevereiro de 2003

La relación entre pintura y fotografía ha sido desde el descubrimiento del procedimiento fotográfico un fenómeno complejo, marcado, las más de las veces, por la desconfianza y la mutua reserva. Si cuando se patenta la invención en 1839 (y se hizo en tanto innovación científica, no tanto en primer lugar como artística, como señala que su presentación pública tuviera lugar en la Academia de Ciencias Francesa el 19 de agosto) algunos apocalípticos anunciaron la muerte de la pintura, la primera de una cadena de intentos asesinos, aún incapaces, los fotógrafos mismos se vieron, inconscientemente reproduciendo las formas de composición que habían aprendido a través de su estudio de la historia de la pintura. La práctica fotográfica decimonónica conocida como Pictorialismo (de la que participaron entre otros, Oscar Rejlander o Julia Margaret Cameron), representa, en este sentido, y en modo extremo, su remordimiento de conciencia. Si para algunos de los primeros entusiastas del nuevo descubrimiento, la pintura no podría sobrevivir a la inmediatez y –enarbolada falazmente- neutralidad de la fotografía, otros demostraban, desde su práctica, su complejo de inferioridad respecto de un arte bendecido por unas musas de las que se lamentaban secretamente carecer; acaso aquel contenido “aurático” del que Walter Benjamin hablara en su ensayo sobre el arte en la época de su reproducción mecánica, que, de acuerdo con su celebérrima denuncia, comienza a desaparecer de la obra de arte, precisamente, con la penetración de la fotografía, y que será definitiva con el desarrollo del lenguaje cinematográfico.
La fotografía supera en malicia a la pintura en su pretensión objetiva. Su seducción ha hecho preciso el desenmascaramiento de su naturaleza convencional, es decir, basada en unos códigos que -de puro cotidianos- llegaron a pasar desapercibidos, y ajena a la percepción humana. El hombre ve, para sólo después mirar (para interpretar aquello que ha sido objeto de su visión), con dos ojos, móviles, adaptables; el objetivo es único, cabe decir ciclópeo, y estático. Toda composición, planificación, empleo de un ángulo, de una profundidad y de una distancia respecto al modelo en detrimento de otros, implica una decisión. Nada queda al azar, aun inadvertidamente, fotografiar es tomar siempre partido. E implicando una minuciosa nómina de desapercibidos detalles. Fotografiar, como pintar, es una decisión de expresión, y como tal, la proyección de un pensar y de un sentir un lugar en el mundo. De todas estas cuestiones parece preocuparse Arlindo Silva, pintor, que media la expresión de su experiencia de la realidad a través del positivo fotográfico, del que, asimismo, es autor, o cuando menos, director. Si su pintura es abiertamente experiencial, en todas ellas se es testigo de un acontecer que le implica personalmente, no es menos cierto que, como probable necesidad de distancia, emplee necesariamente lo diferido de la imagen fotográfica. Así, su obra demuestra el modo en que la pintura y la escritura se vinculan. Como creaciones que son, ambas, del intelecto y del sentimiento humanos, suponen siempre una distancia, un diferir, una mediación, una suplementariedad de la experiencia, aquella Différance, en definitiva, de la que hablara, con su feliz terminología, Jacques Derrida.
Los óleos de Arlindo Silva resultan insólitos por cuanto realizan en pintura lo que hoy resulta una práctica común entre los jóvenes fotógrafos: la documentación de un instante en el que se deja sentir la única pretensión de no tener ninguna otra; una documentación en la que se obvia el respeto y estudio de aspectos técnicos y que, por su urgencia, semeja al reportaje. Categoría de la que se aparta, huidiza, sin embargo, por su ausencia, no ya de narratividad, sino aun de discurso: algo, como decíamos, para siempre velado. Todo es un significarse. El punctum de esta nueva práctica fotográfica, joven y universal, radica en su espontaneidad, y manifiesta una voluntad de escapar dolosamente a cualquier artificio o retórica. Que su contenido sea mayoritariamente el de lo lúdico demuestra que es éste y no otro el que parece privilegiarse como espacio de acción en detrimento de otras fronteras. Primera llamada de atención: el instante. Aunque, con mayor propiedad, se habría de referir a la de Silva como a una pintura no ya del instante (espacio temático temporal privilegiado de toda forma barroca), sino de la instantánea. Y en ello hallamos una nueva confrontación, por cuanto para su realización acude el pintor al óleo, como se sabe un pigmento de secado lento. Pero es que, además, la factura es minuciosa. Esforzada y de detenida elaboración. Hay algo perturbador en esta reproducción laboriosa de un fragmento temporal mínimo, un especular sobre la mera anécdota que no esconde su procedencia fotográfica. Las sombras que aparecen tras los personajes, por ejemplo, de Marco e Flávia (2000, óleo sobre tela, 65 x 100 cm.), de I wanna be your dog (2001, óleo sobre tela, 39 x 58,5 cm.), o de Looking at you (2001, óleo sobre tela, 55 x 81 cm.), son las propias que arroja con violencia el dispositivo flash de la cámara fotográfica. Incluso el facetado del cromatismo (especialmente apreciable en la piel de sus rostros y en los pliegues de sus ropas) parece obedecer a la red de distribución de luces y sombras que proyecta la instantánea fotográfica. Y en cuanto a su composición, es decir, el tratamiento espacial que rige el conjunto, remite de modo directo a la secuencia de encuadre fotográfica y fílmica, desde el picado de Vista do meu quarto (Letónia; 2002, óleo sobre tala, 15 x 30 cm.), hasta el contrapicado de Looking at you. Y sin embargo, la factura técnica de las pinturas no obedece a la sed denominada hiperrealista que consumió a ciertos circuitos norteamericanos de la transición entre los sesenta y los setenta como un regreso a un orden hipertrofiado, pero inconcebible sin la celebración aparatosa del Pop, como ocurre en la pintura de Chuck Close o de Richard Estes, entre otros y que pretendía la reproducción neutra de positivos. Empeño inaudito por cuanto la neutralidad es imposible: cualquier imagen remite a una situación material histórica y real. Su negación no hace sino ocultar una estrategia represora y autista, de sesgo, nuevamente, Pop. La figuración de Silva podría, en cambio, tal vez, calificarse, acudiendo a una taxonomía literaria, como realismo sucio, una traducción de lo literario a lo pictórico que se corporiza en la materialidad del pigmento tratado de modo empático, con un sesgo lejano, pero originalmente expresionista. La figuración de Silva no esconde (destruyéndolo) su artificio, lo enaltece por mor de un desvelamiento. El de la intimidad de unos jóvenes. Y parece aproximarse a una cuestión social de la mayor actualidad: la de la soledad, la ausencia, la derrota y el silencio que nos atenaza.
Las pinturas de Arlindo Silva resultan insólitas por cuanto se sitúan en abierta contradicción con las convenciones de su género: el retrato, y por su recurrencia a un procedimiento específico: el óleo, especificidades ambas (la temática: el retrato, y la técnica: el óleo) que se han dirigido tradicionalmente al ennoblecimiento del hombre, mujer o grupo sujetos de representación. Segunda llamada de atención: este instante que se privilegia es innoble. El efecto es insolente. Y si lo es, lo es fundamentalmente por hacer público un espacio no tanto privado, como celado. Y celoso de su hermetismo. Los óleos representan escenas lúdicas que tienen lugar en espacios interiores; sus personajes se hallan así a salvo, guarnecidos, acompañados y protegidos entre sí de un acoso que el pintor viola al desvelar su misterio al lector de estas pinturas. Marco, Quintas, Pedro o Flávia, como rezan, como identifican, los títulos, constituyen los dramatis personae de este espectáculo (al que se ha sumado el propio pintor autorretratándose) sin guión que tiende, empero, a una repetición, en la que si se obra alguna modificación se producirá en tanto fenómeno de virtuosismo: el volumen y procedencia de la música que escuchen, los disfraces que vistan, la calidad de lo que fumen. O como ocurre en el cambio de escenario (una bañera, una cama, un sofá, el suelo). Incluso una pintura, aparentemente extraña entre el resto de su producción, participa de la peculiar mirada que sobre la realidad arroja este joven pintor. Se trata de un invernal paisaje, Vista do meu quarto, subtitulado Letónia, país en el que permaneció el pintor como becario durante los primeros meses de 2001. Lo que se representa en ella no es en este caso una escena de interior, constituye un paisaje. Y, sin embargo, su composición perspectiva obedece a la vista que se puede apreciar desde la ventana de una vivienda elevada desde la que se otea un gélido camino atravesado, trabajosamente, por una persona, que en tanto no participante del juego, le da la espalda. El título subraya que se trata de una vista desde un interior, desde la ventana de un dormitorio, el del propio pintor. Aun en su acercamiento a una realidad que le excede, Arlindo Silva no abandona su distancia, su voluntad de dominio, su reducto de intimidad segura y cálida. Y es que afuera, parece hacer sentir con su pintura, hace siempre mucho frío.
En sus escenas, el pintor se muestra como un voyeur, como un indiscreto, un papel que la historia del arte ha reservado privilegiadamente al espectador, al contemplador de las obras. A través de esta estratégica peculiaridad de su pintura, el espectador de los óleos de Arlindo Silva alcanza la conciencia de su voyeurismo. Queda desenmascarado. De los tres hombres retratados que aparecen en Looking at you, el que ocupa el término central se dirige abiertamente a la cámara (y en tanto pintura de esta fotografía, al espectador que la contempla), la mira fijamente y anima con sus manos a que participe del juego. Esta figura constituye un autorretrato del pintor, de modo que se dirige abierta, conativa y lúdicamente a su espectador. El juego de equívocos y participaciones tramposas (del que éste último constituye un mero ejemplo) resulta demasiado complejo para ser casual. Parece que Arlindo Silva se siente fascinado por el problema de la identidad. Es posible que en próximos proyectos la cuestión sea abordada nueva y más radicalmente.
La de Arlindo Silva es una pintura que gusta de la proximidad con su modelo. De un acercamiento entrometido, intruso, que pone a sus retratados al desnudo. Un modelo, que aun plural, parece ofrecer idénticas peculiaridades, y por ello se ofrece como un cuestionamiento de la eventual alteridad del otro, de su diferencia.  El personaje que se exhibe en la pintura de Arlindo Silva es el derrotado después de una batalla librada contra sí mismo, enemigo imbatible aunque susceptible de ser atacado. Algo que no puede predicarse del campo en el que se han cavado las trincheras de este singular -y colectivo- combate. Nacidas para escudriñar una osadía abortada. Hasta quedar, en terminología pugilística, K. O., título de una de sus pinturas (2000, óleo sobre tela, 65 x 100 cm.), en la que un ya delirante Marco, desternillado, ha calzado sus pies con guantes de boxeo. Sus personajes ríen (K. O., Sem titulo; 2000, óleo sobre tela, 55 x 81 cm.), bailan (Looking at you), fuman hachís (Marco e Flávia), a menudo, al mismo tiempo, o se esfuerzan en poses perturbadoras para quien no participa del juego (I wanna be your dog; 2001, óleo sobre tela, 39 x 58,5 cm.). De un juego de victoria siempre insatisfactoria, por fugaz, por repetitiva, por estéril. La derrota amenaza, como se explicita en Pedro (2000, óleo sobre tela, 65 x 100 cm.). Un único personaje, sentado sobre una cama, en soledad, mira en silencio la pantalla de un televisor que está apagado. En el espejo deformante –por su naturaleza convexa- de la pantalla vacía parece asomarse a un abismo de tedio y a una derrota que acepta inmóvil. Jean Baudrillard (La Transparence du Mal. París, Galilée, 1990), con su prosa temeraria, había imaginado la contemplación de un hombre atendiendo a una pantalla vacía de un televisor en un día de huelga, como un hito de hermosura antropológica. Para nosotros, la imagen de Baudrillard, vislumbrada, asimismo, y conseguida con acierto por Silva, representa un preludio apocalíptico. Es la serenidad y equilibrio de esta composición la que causa una conmoción desestabilizadora en su contemplador próxima al estado de alarma.
Todas las características apuntadas de la aún reducida producción de Arnaldo Silva, se hallan congregadas de modo ejemplar en The Poor Bastard (2002, óleo sobre tela, 54 x 81 cm.). La escena representa lo que otras adivinaban aún, el final de una fiesta autoconclusiva, que postula su propia reproducción, un vaciamiento de la estrategia del happening, y si lo pensamos, de los ratos de ocio que dejamos llenar de una nueva y destructiva rutina: la de la enajenación como trinchera. El abandono de los desterrados que se significa fatalmente en una perversa bienvenida a los que renuncian. Allí está su modelo, tendido sobre un colchón sin vestir dispuesto en el suelo, embotado, solo y sosteniendo en la mano que el porro le deja libre, un cómic (a cuya lectura ha renunciado, entorpecido) titulado “The Poor Bastard” (algo así como El pequeño bastardo) que podría resultar una alegorización de la escena y su sentido.